Un trabajo peliagudo
Miré hacia arriba una vez
más. El cielo estaba repleto de estrellas. Brillantes, bellas. Luminosas.
Suspiré, expulsando vaho por
mi boca. Me encogí sobre mí misma, para conseguir un mínimo de calor. Hacía
frío aquella noche. Los mechones de mi rubio cabello iban cayendo sobre mis
ojos lentamente. Estaba despeinada, cansada y hambrienta. Pero había cumplido
mi trabajo, por lo que él no tardaría en llegar.
Como si lo hubiera llamado
con el pensamiento, apareció una figura de entre las sombras. Gabardina negra,
botas altas y un sombrero sobre la cabeza. No había equivocación alguna, esa
era la persona a la que esperaba. Me incorporé e intenté disimular el frío. No
debía mostrar debilidad ante una persona tan importante como lo era él.
Me acerqué con paso decidido y cierto énfasis. Mis manos se me estaban
congelando, pero ni me inmuté. Sería irónico que el frío me venciera. A mí.
Cuando llegué junto a él,
una extraña fragancia a colonia de hombre me invadió los pulmones. ¿Aquel tío
se había echado todo el pote por encima? No, imposible. Parecía serio y
despreocupado de su imagen. La tímida luz de la luna me dejó entrever un brillo
extraño en sus verdes ojos. Me estremecí ante ellos sin poder evitarlo. Eran
tan penetrantes y misteriosos que infundían en mí un cierto respeto. Pero, ¿por
qué? Tendría que estar acostumbrada a todo tipo de miradas. Yo siempre había
sido insensible. Veía los ojos de mis víctimas antes de que exhalaran su último
aliento; unas miradas tristes e implorosas. Y luego, vacías; sin vida. ¿Cómo
iba a derrumbarme ahora por unos simples ojos verdes?
-Cumplí con mi trabajo -dije
al fin, viendo que él no iba a hablar-. ¿Dónde está mi recompensa?
Mi voz se oyó algo forzada,
dadas las tremendas ganas que tenía de castañear los dientes. La sonrisa que se
dibujó en el rostro de mi superior provocó que me volviera a estremecer entera.
Era tan siniestro...
-Me alegro de que así haya
sido -habló al fin. Su voz combinaba perfectamente con su forma de vestir y sus
curiosos gestos-. Lo cierto es que dudaba de su capacidad, pero me ha dejado
impresionado.
-¿Creía que por ser mujer no
podía asesinar a nadie? -pregunté algo indignada. Sonreí sin poder evitarlo-.
No discutiré su forma de pensar, pero lo cierto es que me ha dolido. Se ve que
el machismo está muy presente en este trabajo. Qué pena, los mejores asesinos
son mujeres, ¿lo sabía? Somos más astutas y meticulosas en nuestro trabajo, y
no tan impulsivos e irracionales como los hombres.
-Veo que tiene ideas claras,
señorita Moreau -objetó el hombre. Su sonrisa se hizo aún más amplia-. Me gusta
eso de usted.
-¿Va a pagarme o no?
-pregunté empezando a perder los nervios. Necesitaba comer y no tenía dinero.
-Por supuesto -respondió
llevándose su mano al bolsillo de su gabardina.
Extrajo un fajo de billetes
que enseguida me entregó en mano. Con mi agudizada vista, los examiné. Estaban
todos. No, no los conté, pero estaba tan acostumbrada a tratar con fajos como
esos que ya me sabía su volumen exacto.
Cuando me los iba a guardar
en el bolsillo de mi bandolera, la mano de mi superior me detuvo. Colocó ante
mis atónitos ojos otro fajo de billetes mientras sonreía enseñando sus blancos
dientes.
-Una propina -dijo
solamente.
Lo miré desconfiada. No era
normal que los que me contrataban me dieran propinas. Pero, dadas mis escaseces
de dinero, acepté encantada, arrebatándole los billetes y guardándomelo todo en
mi bandolera.
-Muchas gracias -dije con la
vista fija en sus ojos-. Ha sido un placer hacer negocios con usted.
-El placer ha sido mío, señorita
Moreau.
Dicho esto, dio media vuelta
y se alejó por donde había venido, desapareciendo en la oscuridad. Yo hice lo
propio pero en sentido contrario, hacia mi coche. Cuando llegué hasta él, me
detuve con la mano sobre la puerta y miré hacia la ciudad que se extendía ante
mis ojos. Millones de luces artificiales. Miles de personas felices. Otras
tantas sumidas en la más absoluta tristeza.
Mi trabajo era peligroso,
cierto. Tenía que tener cuidado de que la policía no me pillara. Pero ya
llevaba cinco años ejerciéndolo, y había perdido todo el miedo. Era
escurridiza, audaz e inteligente -y no es por echarme flores-, y aún nadie
sabía mi verdadero y completo nombre.
Excepto aquel extraño
hombre. ¿Cómo demonios se había enterado? Aquello me intrigaba de tal manera,
que temía haberlo dejado escapar. No podía correr tal peligro... pero algo me
había impedido hacerle daño.
Esos ojos... esa sonrisa...
esa voz... ¿quién era él?
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